
1. El núcleo del Evangelio contenido en la Parábola del Hijo Pródigo
El capítulo 15 del Evangelio de Lucas es ampliamente reconocido como uno de los pasajes que muestran con mayor nitidez la esencia misma del Evangelio. Después de las parábolas de “la oveja perdida” y de “la moneda perdida”, encontramos la “parábola del hijo pródigo”, que, por su relato largo y lleno de detalles, ha suscitado a lo largo de la historia de la Iglesia innumerables interpretaciones y enseñanzas de parte de teólogos y predicadores. El pastor David Jang también otorga gran importancia a Lucas 15, enfatizando el núcleo evangélico que fluye en este capítulo y el corazón de Dios que allí se revela. En particular, la parábola del hijo pródigo es clave para entender por qué Jesús, en su ministerio, comía con pecadores y los acogía; pues esta parábola se da precisamente en ese contexto: Jesús se ve cuestionado e incluso criticado por los fariseos y los escribas, quienes se preguntan, “¿por qué recibe a los pecadores y come con ellos?”. Cuando dicha pregunta deriva en murmuraciones cada vez más hostiles, Jesús relata tres parábolas consecutivas para exponer lo que los fariseos y escribas estaban pasando por alto: “el corazón de Dios” y “el propósito verdadero del Evangelio”.
Los fariseos y los escribas eran la élite religiosa de aquella época. Se consideraban a sí mismos un grupo “separado” del común de la gente, siendo rigurosos con la observancia de la Ley y comprometidos con copiar y enseñar las Escrituras. Ante los ojos de los demás, parecían un colectivo intachable, piadoso y justo. Sin embargo, se escandalizaban al ver a Jesús, pues este no tenía reparos en relacionarse con personas catalogadas como “pecadoras” y, además, compartía la mesa con ellas. A ojos de los fariseos, esto era totalmente cuestionable. Ellos creían: “Hemos llevado siempre una vida piadosa, nos aferramos a la Ley, por tanto, debemos apartarnos de los pecadores”. Pero Jesús exhibía todo lo contrario, integrándose con los pecadores y comiendo a su lado, lo cual despertó en ellos no solo crítica, sino una profunda indignación. Probablemente lo veían como “una manera de profanar la santidad” o un acto que rompía con las normas de pureza religiosa.
En respuesta a esa murmuración, Jesús cuenta tres parábolas. La conclusión de las tres es la misma: “Dios busca a cada uno de los que se han perdido y se alegra por uno solo que regresa”. La tercera parábola es la del “hijo pródigo”. Con frecuencia, al leer esta historia, pensamos en la conversión del pecador y el perdón incondicional del Padre. Tal como Henry Nouwen meditó en la pintura de Rembrandt, “El regreso del hijo pródigo”, en su libro El regreso del hijo pródigo (The Return of the Prodigal Son), esta parábola conmueve profundamente. En dicha pintura destacan las sandalias gastadas del hijo, su postura arrodillada, la figura del padre que lo había esperado, el rostro lleno de celos del hermano mayor, etc. Todo ello representa dramáticamente la condición interior del ser humano.
Esta parábola contiene una escena que resume en pocas palabras la esencia del Evangelio. En Lucas 15, a partir del versículo 11, leemos que el hijo menor pide a su padre “la parte de la hacienda que le corresponde” y se marcha a un país lejano, donde dilapida todo viviendo de forma desenfrenada. Llega a tal extremo de miseria, tanto material como espiritual, que ansía llenar su estómago con lo que comen los cerdos, pero ni siquiera eso le ofrecen. En esa desesperación, recapacita: “En la casa de mi padre hay abundancia de pan para los jornaleros, y yo aquí me muero de hambre”. Reconoce: “He pecado contra el cielo y contra mi padre”, y decide volver.
El momento más dramático ocurre cuando aún está lejos y su padre lo ve y, “movido a compasión, corre hacia él, lo abraza y lo besa efusivamente”. Inmediatamente ordena: “Saquen el mejor vestido, pónganselo; pongan un anillo en su mano, calzado en sus pies, y maten al becerro engordado para celebrar un banquete”. Las Escrituras no mencionan ninguna condición previa que el padre imponga al hijo. No hacen referencia al modo en que este desperdició su fortuna ni a los posibles pecados que cometió en ese lapso. Solo celebra el hecho de que “ha regresado”. La reacción hostil surge del hermano mayor, quien se queja: “¿Por qué tanta benevolencia con mi hermano? Yo he permanecido aquí sirviéndote fielmente y nunca me has dado ni un cabrito para festejar con mis amigos”. A lo que el padre le responde: “Hijo, tú siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo (Lc 15:31)”, y concluye declarando: “Este tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y ha sido hallado; por eso tenemos que hacer fiesta”.
Al explicar esta parábola, el pastor David Jang subraya que, a través de los dos hijos, podemos reflexionar en distintos ángulos sobre la “condición espiritual humana”. El motivo que impulsa al hijo menor a abandonar la casa es la “mala interpretación de la posesión”. Pide “su parte de la herencia” y la considera exclusivamente “suya”. El padre accede a esta exigencia y, a raíz de la libre elección del hijo, este se destruye a sí mismo. Aun así, el padre no lo juzga ni desata su furia; más bien, en cuanto ve que su hijo vuelve a la distancia, corre a su encuentro, lo abraza y le devuelve todos los bienes.
Es común que los fariseos, los escribas o incluso personas de larga trayectoria en la vida de la iglesia, caigan en un error parecido: creer que “por haber permanecido siempre fieles y obedientes, se han ganado el derecho de ser bendecidos”. Y pensar, paralelamente, que “ese pecador que ha vivido desenfrenadamente no merece el amor de Dios”. Sin embargo, lo que Jesús aclara con esta parábola es que, “cualquiera que regrese, será recibido con gozo por el Padre” y “quien ha permanecido siempre en casa, si no comprende el corazón del Padre, no disfrutará de la alegría auténtica”.
Aquí se revela la esencia del Evangelio. El Evangelio es “la buena nueva de salvación para el pecador”, pero a quienes se consideran “justos” dentro de un sistema religioso a veces les incomoda o les suena extraño. Es el anuncio que confirma las palabras de Jesús: “No he venido a llamar a justos, sino a pecadores al arrepentimiento” (cf. Lc 5:32). Y también: “Habrá más gozo en el cielo por un pecador que se arrepiente que por noventa y nueve justos que no necesitan arrepentimiento” (cf. Lc 15:7). El pastor David Jang recalca esta paradoja del Evangelio y señala que, en la comunidad cristiana, unos pueden hallarse en la condición del “hijo pródigo”, mientras que otros pueden hallarse en la del “hermano mayor”. De la misma manera, advierte que no debemos “sentirnos seguros por el mero hecho de estar en casa”, pues podríamos estar tan lejos del corazón del Padre como lo estaba el hermano mayor. Asimismo, insiste en que la iglesia debe estar siempre dispuesta a acoger incondicionalmente a quienes, tras vagar por el mundo, vuelven exhaustos a la casa del Padre. Es un cuestionamiento constante: “¿Estamos preparados para recibirlos con compasión y ternura, sin imponer condiciones?”.
Por otro lado, la parábola del hijo pródigo está basada en Jeremías 31, donde se describe a Efraín lamentándose por haberse apartado de Dios y clamando: “Hazme volver, Señor, y me volveré” (cf. Jer 31:18). Y Dios responde: “¿No es Efraín mi hijo amado, mi niño en quien me deleito? Cada vez que hablo contra él, lo recuerdo con ternura; por eso mis entrañas se conmueven por él, ciertamente tendré de él misericordia” (cf. Jer 31:20). Esto coincide perfectamente con la actitud del padre en Lucas 15. A lo largo de la Biblia —en el Antiguo y el Nuevo Testamento— se muestra de manera coherente el amor de Dios, su compasión hacia el pecador y la alegría que produce el retorno de quien estaba perdido. Ese es el fundamento y la esencia misma del Evangelio.
Ni siquiera los contemporáneos de Jesús —ni los fariseos ni los escribas, que se consideraban “el pueblo de Dios”— entendieron la naturaleza de ese amor y de esa alegría. Manifiestan su rechazo: “¿Cómo puede un Dios santo comer y acoger a pecadores?”. Pero, en realidad, el Evangelio supera los límites de las reglas y de las concepciones humanas, revelándonos que “Dios Padre aguarda y desea el retorno de los pecadores”. Para que la Iglesia experimente la esencia de este Evangelio, debemos aprender, sobre todo, el “corazón del Padre”. Y ese corazón consiste en “recibir sin condiciones a quien vuelve de un país lejano” y en dejar en claro que incluso el que permanece en casa, si no entiende al Padre, no participa verdaderamente de la alegría.
El pastor David Jang relaciona frecuentemente la “confesión” y el “perdón” con esta parábola. El hijo pródigo, al regresar, declara: “He pecado contra el cielo y contra ti”. Lo que descubre es que “desde el principio, él y su padre estaban destinados a vivir unidos, y lejos del Padre no había posibilidad de una vida verdadera”. Jesús dice en Juan 14:20: “En aquel día conoceréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí, y yo en vosotros”. La existencia humana está, en su misma naturaleza, vinculada a Dios. No obstante, a menudo confundimos la libertad con la búsqueda de la satisfacción material, tomamos la decisión de romper con el Padre y nos lanzamos a un camino errado. Ese es el caso típico del hijo pródigo. Pero la verdadera libertad —tal como lo expone esta historia— se descubre “cuando habitamos en la unión con el Padre”, y el verdadero amor surge “cuando elegimos libremente permanecer en Él”.
Por tanto, el retorno del hijo pródigo no es solo una enseñanza moral, sino un “regreso ontológico”, pues muestra que el ser humano no puede alcanzar plenitud sin Dios. Y cuando nos arrepentimos, el Padre corre inmediatamente a nuestro encuentro y nos abraza sin condiciones. Esta verdad es fundamental para la Iglesia y es, además, la “buena noticia” que conmueve espiritualmente a quienes la escuchan. Anunciar el Evangelio, en última instancia, se reduce a proclamar “la acogida incondicional y el amor desbordante del Padre”, tal como se representa en esta parábola.
Otra figura importante es la del hermano mayor, quien exige explicaciones al padre: “¿Por qué tratas así a mi hermano? Yo no me he ido de casa ni he desobedecido tus mandatos, pero nunca me has dado siquiera un cabrito para festejar”. El padre le responde: “Hijo, tú siempre estás conmigo; todo lo que tengo es tuyo”. El hermano mayor, aunque permanece en casa, aparentemente ha estado “ausente” del corazón de su padre. Asume que, por “haber estado siempre allí y haber obedecido”, se ha ganado algo, en vez de reconocer que, desde un principio, “todo le pertenecía, pues vivía en una unidad plena con su padre”. Esto ocurre con frecuencia en la iglesia actual entre quienes llevan años de práctica religiosa o sirven con dedicación. Podemos caer en la tentación de pensar: “He sacrificado tanto en la iglesia, he cumplido con todas las reglas, y ¿por qué se celebra a alguien que vivía desenfrenadamente y ahora regresa? ¿Por qué no se me otorga un reconocimiento especial?”. Sin embargo, el padre nos dice: “Tu perspectiva es errónea; todo lo mío es tuyo y compartimos todo desde siempre”. Se trata de la bendición más grande que existe, pero, al desconocer esa realidad, el hermano mayor cae en la ira y la sensación de estar excluido.
La parábola revela los rasgos de la “naturaleza pecaminosa” y de la “ignorancia espiritual” en ambos hijos: el menor y el mayor. Uno abandona al padre y malgasta la herencia; el otro se queda en casa, pero su corazón está igualmente lejos del padre. A ambos, el padre les ofrece un amor y una posesión incondicionales, celebrando la recuperación de lo que se había perdido y la resurrección de quien estaba muerto. Este es el mensaje con el que Jesús responde a sus críticos y justifica su modo de obrar: convivir y comer con pecadores. Los fariseos y los escribas, aferrados a su entendimiento legalista de que “no debían juntarse con pecadores”, no podían concebir que “el Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido” (cf. Lc 19:10). Pero Cristo llevó a la práctica este principio redentor.
Así, la parábola del hijo pródigo muestra, por un lado, el amor incondicional hacia el pecador que anda errante; y, por el otro, advierte a quienes, estando “dentro” de la comunidad religiosa, podrían quedar fuera de la verdadera alegría por no conocer el corazón del Padre. El pastor David Jang insiste en que la iglesia debe abrazar estos dos aspectos. La iglesia siempre debe tener las puertas abiertas para quienes regresan de países lejanos y, al mismo tiempo, ayudar a los miembros que llevan tiempo en la comunidad a que se pregunten: “¿Realmente conozco el corazón del Padre? ¿Estoy experimentando el gozo de vivir en unión con Él?”. Si descuidamos uno de estos dos aspectos, distorsionamos el Evangelio y hacemos tambalear la esencia misma de la comunidad.
Es significativo que el hijo pródigo, al confesar: “He pecado contra el cielo y contra mi padre”, no enumere en detalle todos sus pecados. La raíz de la ruptura con Dios no es la posesión material en sí, sino la “obsesión por la propiedad y su malinterpretación”. El hijo menor pretendía “vivir libremente”, y en ese afán rompe el lazo fundamental con su padre. Se marcha, administrando su “propiedad” a su antojo, y esa decisión es el núcleo del pecado: “actuar como si pudiéramos disfrutar del bien sin Dios”, creer que “lo que ya es nuestro por gracia es algo que nos pertenece de forma individual y egoísta”.
Sin embargo, el hijo, al tocar fondo, cobra conciencia de su estado. Y así, comprende: “Lejos de la casa de mi padre no hay vida verdadera”. Esa toma de conciencia es el “arrepentimiento”, y el acto del padre corriendo a su encuentro y abrazándolo es el “perdón”. El pastor David Jang enfatiza que estos conceptos —arrepentimiento y perdón— no deben quedar como nociones abstractas o rituales, sino encarnarse en la vida diaria. Cuando suceden estos hechos, la persona deja la miseria —“desear alimentarse de lo que comen los cerdos”— para sentarse en un banquete con el becerro engordado, rodeado de abundancia.
De este modo, la parábola del hijo pródigo no solo arroja luz sobre el ministerio terrenal de Jesús, sino que conecta con el plan salvífico de Dios ya delineado en el Antiguo Testamento, y también funge como guía para la Iglesia a lo largo de la historia. Todos podemos vivir etapas de extravío, como el hijo menor, o tener actitudes como las del hermano mayor, presumiendo de nuestra justicia y, así, perdiendo la conexión con el corazón de Dios. Lo esencial es volver al Padre y reconocer: “¿A quién pertenezco realmente? ¿Quién me espera con tanta paciencia?”. Esta es la verdad central que proclama Lucas 15, el mensaje que la Iglesia debe meditar y transmitir una y otra vez.
La parábola concluye con la frase del padre: “Este tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y ha sido hallado, y por eso debemos regocijarnos y celebrar”. No es una doctrina complicada ni una imposición, sino una “reacción espontánea de acogida”: cuando regresa alguien a quien amamos, lo recibimos y celebramos su vuelta. No obstante, la naturaleza humana (el pecado y el egoísmo) dificulta esta reacción. A menudo surgen celos, como en el hermano mayor que reclama: “¿Por qué no me han hecho nunca una fiesta a mí?”. Es entonces cuando debemos cuestionarnos a nosotros mismos: “¿No será que he olvidado la bendición de vivir siempre en la casa del Padre? ¿No será que el Padre ya me lo ha dado todo, y no lo he valorado?”. Porque, si permanecemos en el Padre, “todo lo suyo es nuestro”, y esa realidad encierra una gracia y un gozo indescriptibles.
El pastor David Jang sostiene que esta historia invita constantemente a la Iglesia a la renovación. La comunidad cristiana debe ser un lugar que dé la bienvenida al “hijo pródigo” que regresa y, al mismo tiempo, debe ofrecer espacio para que el “hermano mayor” comprenda mejor el corazón del Padre, pues llevar mucho tiempo en la fe no garantiza que se entienda la esencia de Dios. La verdadera madurez espiritual consiste en reconocer “que yo estoy en el Padre y el Padre en mí, compartiéndolo todo”, y en alegrarnos de la llegada de un hermano o hermana. Cuando aumenta el número de personas que imitan incondicionalmente el corazón del Padre, la Iglesia refleja en este mundo la realidad del Reino de Dios.
El libro El regreso del hijo pródigo, de Henry Nouwen, ha sido muy leído y apreciado precisamente por esto. Meditando en la pintura de Rembrandt —donde el hijo vuelve sucio y harapiento, se arrodilla ante el padre que lo abraza, mientras el hermano mayor los observa con recelo—, Nouwen va desplegando la riqueza de significados de la parábola. La escena capta de forma visual y poderosa lo que la historia enseña: revela la dinámica psicológica y espiritual de todo ser humano. Alguna vez hemos sido el hijo pródigo, alguna vez el hermano mayor, pero, en última instancia, estamos invitados a hacernos semejantes al Padre. Ese es el poderoso llamado que encierra la parábola.
Jesús narró esta parábola no solo para responder a la crítica de los fariseos, sino para que descubrieran “lo que Dios realmente desea”. Los fariseos eran, sin duda, piadosos y devotos de la Ley, pero ignoraban que Dios tuviera tanta compasión por los pecadores, hasta el punto de acercarse a ellos. Aunque Jesús les decía que “en el cielo hay gran gozo por un solo pecador que se arrepiente”, a sus oídos eso sonaba extraño. Se preguntaban: “¿No menoscaba eso la justicia de Dios? ¿Acaso no debería el pecador ser castigado?”. Pero Jesús revela la esencia de Dios Padre y su amor incondicional hacia el pecador. Y para subrayarlo, recurre a una narrativa tan impactante como la del hijo que vuelve tras haberlo desperdiciado todo, y a un padre que, en lugar de rechazarlo, se arroja sobre él en un abrazo.
Cuando llevamos mucho tiempo en la fe, corremos el riesgo de convertirnos en “hermanos mayores”. Es decir, de pensar: “Participo en los cultos, ofrendo con regularidad, sirvo en la iglesia, estudio la Biblia. ¿Por qué no se me reconoce más?”. Frente a esta actitud, el Padre responde una vez más: “Hijo, tú estás siempre conmigo y todas mis cosas son tuyas. Siéntete dichoso y completo, no te hace falta nada más”. Sin embargo, si no logramos oír esto con el corazón, terminamos encerrados en nuestra propia “justicia” y nos perdemos el verdadero gozo que Dios nos da.
Por ende, la iglesia debe alegrarse en gran manera cuando un pródigo vuelve; y, a su vez, quienes han estado en ella mucho tiempo deben examinarse con frecuencia: “¿Estoy disfrutando realmente el gozo de caminar con el Padre? ¿Tengo alguna imagen distorsionada de Dios?”. Este es el propósito de la parábola de Jesús y la forma en que el Evangelio se hace realidad en la vida de la comunidad. La frase “debemos reducir la barrera de entrada a la iglesia” no es solo un lema de tolerancia o una simple ética cristiana. Implica, más bien, seguir el corazón del Padre que recibe incondicionalmente al que vuelve de lejos.
La queja de los fariseos puede representar, en cierto modo, la protesta universal del ser humano ante lo que percibe como “injusticia”: “Si aceptamos al pecador tan fácilmente, ¿qué pasa con la justicia?”. Pero la conclusión de la parábola sorprende: en el reino de Dios, esta forma de acoger al que se arrepiente “es la justicia esencial”. Para el Padre, que el hijo arrepentido regrese basta para festejar, ponerle un anillo, besarlo y devolverle la dignidad. Desde un punto de vista meramente humano, esto puede parecer injusto, pero así se manifiesta la justicia de Dios, basada no en méritos, sino en la gracia.
En este punto, recordamos Romanos 3:10: “No hay justo, ni aun uno”. Ante Dios, todos somos pecadores, y solo por su amor y compasión podemos ser salvos. Esa gracia es tan necesaria para el pródigo que regresa tras despilfarrar su fortuna como para el hermano mayor que, a pesar de permanecer en casa, no conoce el corazón del padre. Allí es donde contemplamos “el milagro del arrepentimiento y del perdón”. Todos necesitamos volver, todos necesitamos descubrir el corazón del Padre. Y en ese proceso, Dios se alegra como si se sirviera un banquete.
La parábola del hijo pródigo nos presenta dos grandes lecciones. Primera: el pecador necesita “volver”; y Dios responde de inmediato con acogida incondicional y gran fiesta. Segunda: quien ya pertenece a la Iglesia debe preguntarse: “¿Conozco de verdad el corazón del Padre? ¿Gozo de la realidad de estar siempre con Él y de que todo lo suyo es mío?”. Si descuidamos uno de estos dos aspectos, nos privamos del gozo pleno del Evangelio.
El pastor David Jang aplica este mensaje a la realidad de la iglesia coreana (y, por extensión, a la de cualquier iglesia). A veces, los conflictos surgen precisamente por la obsesión con “lo mío”, igual que el hijo pródigo que exigió su parte. De la misma forma, en la iglesia pueden darse divisiones cuando cada grupo defiende “su” porción. Sin embargo, recordando la respuesta del padre —“Hijo, todo lo mío es tuyo”—, vemos que, en el plan de Dios, todo ha de compartirse y disfrutarse en comunidad. Quien desconoce esto corre el riesgo de terminar en la miseria, como el pródigo, o en la amargura, como el hermano mayor.
Así, la pregunta clave cuando surgen discusiones sobre propiedad o recursos materiales en la comunidad es: “¿No nos lo ha dado Dios todo ya? ¿Qué me aferro a poseer?”. El verdadero discípulo, siguiendo a Pablo, puede decir: “No tengo nada, sin embargo lo poseo todo” (cf. 2 Co 6:10). En una congregación, si la gente está obsesionada con “lo que me corresponde”, se repite la distorsión del pródigo y del hermano mayor. Por eso, la parábola invita a “recuperar el corazón del Padre”, renunciando a la avidez de posesiones y poniendo por delante la gracia.
Si miramos el contexto completo del Evangelio de Lucas, veremos que justo después de esta parábola (cap. 15) viene la del “administrador injusto” (cap. 16), que habla del uso del dinero. Al no existir una división original por capítulos en el texto bíblico, es razonable leer juntas ambas secciones. La del hijo pródigo muestra la “mala interpretación de la posesión” y la ruina que puede causar, mientras que la siguiente aborda cómo los discípulos han de manejar los bienes con sabiduría. Jesús enseña que el verdadero problema está en el apego al dinero y la mala administración. David Jang conecta ambas historias para señalar que cuanto más rica se vuelve la Iglesia, más atención debe prestar a la tentación de la codicia y la división. Si la Iglesia retiene un espíritu de “administrador” (ser consciente de que todo pertenece a Dios), podrá expandir el Reino. Pero si no lo hace, se verán tensiones y rupturas a causa de los intereses económicos.
Por ende, Lucas 15 y 16 plantean en conjunto un mensaje que puede leerse en progresión. El hijo pródigo recalca que “Dios lo ha entregado todo y perdona de modo incondicional”; y el administrador injusto agrega: “Si tienen bienes, adquíranlos con una perspectiva eterna”. Jesús dice: “Ganaos amigos con las riquezas injustas” (cf. Lc 16:9). Es decir, usadlas para bendecir y preparar vuestra morada eterna. Y esto se enlaza con la parábola anterior: “Todo es del Padre y todo es vuestro, compartidlo con gratitud y generosidad”. El pastor David Jang remarca que la Iglesia, al hacerse próspera, debe extremar la vigilancia sobre la avidez y la discordia internas, pues de otro modo puede repetirse el patrón del pródigo o del hermano mayor.
En ese sentido, Lucas 15 y 16 nos recuerdan lo mismo: Cristo, entregándose en la cruz, nos dio todo y el Padre, al perdonar nuestros pecados, nos recibe con gozo, como al pródigo. Con el dinero y los recursos, debemos mostrarnos fieles. El pastor David Jang recalca la importancia de no caer en la mentalidad de “esto es mío, esto es tuyo”, sino de recordar que “todo proviene del Padre y está destinado a compartirlo para engrandecer el Reino”. Solo así evitamos las divisiones y las enemistades.
La parábola del hijo pródigo abarca tanto la dimensión individual del arrepentimiento y la salvación, como la dimensión comunitaria de la acogida y la solidaridad, y, en última instancia, describe cómo ha de sanar la relación entre Dios y el ser humano. A veces, somos el pródigo que se aleja; otras veces, el hermano mayor, que se cree justo. Lo importante es descubrir al final que el Padre nos reúne y sana todas esas rupturas. Eso es el “Reino de Dios”, la imagen que la Iglesia debe mostrar al mundo.
La escena del retorno del hijo pródigo conmueve por la “compasión” con que el padre lo recibe. Según los criterios de la lógica humana, el hijo es tan solo un fracasado que dilapidó la herencia; lo más normal sería que el padre resolviera fríamente qué hacer con él. Pero el padre corre hacia él, lo abraza, lo besa y ordena organizar una fiesta. “¡Traed el mejor vestido, ponedle un anillo, calzadle los pies y matad el becerro engordado!”. Ni siquiera da tiempo al hijo para que presente su plan de ser tratado como jornalero, pues la celebración inicia al instante. Esa es la “alegría desbordante” y la “gracia sin límites” del Evangelio.
Seguramente, los fariseos “no podían asimilar” algo así. Y, en realidad, incluso aquellos que llevan mucho tiempo en la fe pueden sentirse incómodos con esta gracia. “¿Cómo se corona de gloria a alguien que no ha hecho ningún mérito?”, pensamos. Pero en esa “lógica descabellada” reside la paradoja del Evangelio. Jesús declaró: “Os digo que, del mismo modo, habrá más gozo en el cielo por un pecador que se arrepiente que por noventa y nueve justos que no necesitan arrepentimiento” (Lc 15:7). Nuestra única tarea es “aceptar esa gracia y regocijarnos con el Padre”. Así lo dice Él: “Era preciso hacer fiesta y regocijarse”.
Al mismo tiempo, el padre se dirige afectuosamente al hermano mayor: “Hijo, tú siempre has estado conmigo; todo lo mío es tuyo”. El padre diagnostica su realidad interior: “Has vivido siempre en la abundancia, pero no te das cuenta. ¿Por qué sientes rabia y carencia?”. Esto se puede aplicar a nuestra propia vida espiritual. Podemos llevar mucho tiempo en la iglesia y, no obstante, sentir celos o resentimiento si creemos que no se nos valora lo suficiente, en comparación con quienes llegan de pronto. Esto revela que hemos “olvidado la alegría de estar en la casa del Padre día a día”. Deberíamos vivir cada día como un banquete en la casa del Padre, pero podemos llenarnos de envidia cuando otro recibe atención. La parábola deja claro que, en tal caso, el problema es nuestro corazón, no una supuesta injusticia del Padre.
En definitiva, el hijo pródigo ilustra, en una sola historia, los conceptos de “arrepentimiento” y “perdón”. El arrepentimiento es lo que hace el hijo menor, y el perdón es lo que el padre brinda sin reservas. Su celebración conjunta es el clímax de la historia. Luego, el padre ofrece la misma apertura amorosa al hermano mayor para que entre y comparta la dicha. Todo esto es la respuesta de Jesús a la queja de los fariseos y los escribas: “¿Por qué Él acoge y come con pecadores?”. La explicación, que abarca de Lucas 15:2 a 15:32, cierra con la frase: “Este tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y ha sido hallado, y por eso debemos regocijarnos”. La murmuración inicial queda desmontada por la gloriosa verdad de que la fiesta es el resultado natural ante el que retorna.
Esta parábola sigue siendo una directriz fundamental para la Iglesia de hoy, inmersa en múltiples desafíos y tensiones. Nos llama a bajar las barreras para que quienes se arrepienten sean recibidos con alegría, y, al mismo tiempo, a recordar a quienes llevan años en la iglesia que no olviden cuán grande es la gracia que ya han recibido. Todos, en algún punto de nuestras vidas, encarnamos al hijo pródigo y, en otros, al hermano mayor. Pero el objetivo final es reflejar el corazón del Padre, dice David Jang, porque “el hijo pródigo perdonado y el hermano mayor que celebra con él” son el modelo del cielo y la voluntad de Dios.
Cada vez que un perdido vuelve, o cuando el que está dentro de la iglesia se vuelve rígido y excluyente, debemos volver a “la mirada del Padre”. Esa mirada no es más que “compasión ante quien asoma a lo lejos y, sin dilación, corre a abrazarlo”, además de la “profunda comprensión espiritual de que vivir con el Padre es participar de la alegría celestial”. Este es el punto esencial del Evangelio que Jesús comunica a los fariseos y a los escribas. Y a través de la diversidad representada por los dos hijos, vemos la amplitud de la naturaleza humana, pero también la amplitud del corazón del Padre, que abarca a todos. De ahí sacamos la pauta de cómo debería ser la convivencia en la Iglesia.
El “arrepentimiento y el perdón” de esta parábola trascienden lo meramente moral o religioso; apuntan a la restauración de la relación original con Dios y a la inserción en su abundancia. Aunque el pródigo se alejó, el Padre nunca lo olvidó. Y en el instante de su retorno, lo recibe con misericordia. Lo mismo para el hermano mayor: el Padre comprende su frustración y lo invita a reconocer que “todo lo mío es tuyo”. Si llegamos a este entendimiento, buena parte de los conflictos y malentendidos en la vida de la iglesia se disuelven. En lugar de esgrimir “lo que me pertenece”, nos damos cuenta de que “todo es de nuestro Padre, que lo comparte con todos nosotros como familia”. Solo cuando interiorizamos esta verdad, podemos saborear a diario esa “fiesta” que describe la parábola.
Así, Lucas 15 (la parábola del hijo pródigo) nos recuerda la asombrosa novedad del Evangelio. Para los fariseos y escribas parecía demasiado radical. Y aun hoy, a algunos les parece “exagerado” que se reciba al pecador sin imposiciones. Pero el Evangelio es incluso más grande que esta historia. Jesús, al morir en la cruz, entregó hasta su última prenda a los soldados, demostrando que Dios lo da todo por nosotros. Ese es el eco definitivo de la frase: “Todo lo mío es tuyo”. El que lo crea y lo reciba deja para siempre la inmundicia de la porqueriza y entra en la abundancia de la casa paterna. También se libera de la mentalidad del hermano mayor, que pretende “comprar” el amor del Padre con su obediencia. En efecto, el Evangelio destruye la ilusión de la autojusticia y nos invita a la plenitud de la gracia. Esta es la fuerza del Evangelio y la esperanza de la Iglesia.
Citando esta verdad, el pastor David Jang enseña que “el ser humano no comprende bien la libertad que Dios le otorga y, por ese malentendido, cae en pecado. Pero esa misma libertad es la que permite que volvamos”. Dios no ansía obediencia mecánica, sino que anhela “personas que elijan amar libremente”. El hijo pródigo usó mal su libertad y probó el dolor, pero esa misma libertad le dio el impulso de volver. Y el Padre lo aguardó con los brazos abiertos, para luego celebrarlo. El hermano mayor, del mismo modo, dispone de la libertad para decidir si se une al festejo o se queda fuera rumiando su enojo. Dios deja a cada uno la opción de participar libremente en el “amor verdadero”. Y la culminación de ese amor se expresa en “regocijarse por quien estaba perdido y ahora ha vuelto”, compartiendo un banquete con él.
Desde la perspectiva pastoral, la aplicación es clara: la Iglesia debe recibir sin límite a los que regresan y, a la vez, alentar a los que están dentro a aprender el corazón del Padre. Ese es el modelo que Jesús mostró al comer con los pecadores, llevándolos al arrepentimiento y a la salvación, y también educando a los que lo criticaban, diciéndoles: “Así se goza en el reino de Dios”. Esta doble faceta —la acogida del pródigo y la corrección del hermano mayor— debe mantenerse viva en toda comunidad cristiana.
Al final, la voz de Jesús y la del Padre se confunden para decir: “Este tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida; se había perdido y ha sido hallado. Por eso, debemos regocijarnos”. Y dirigiéndose al hermano mayor: “No olvides que siempre has estado conmigo y que todo lo mío es tuyo”. Esto define la actitud que la Iglesia debe asumir: recibir a quien retorna y recordar a quien está dentro que ya lo tiene todo. En esa confluencia, ambos hijos se reconcilian y se hace evidente la fiesta familiar. Lucas 15 aporta, así, una clave para que la Iglesia encarne la lógica inversa del reino de Dios, mostrándolo de modo visible a un mundo lleno de divisiones y rivalidades. Este es el centro del Evangelio que el pastor David Jang recalca, y la imagen más hermosa del rostro de Dios Padre que debemos contemplar continuamente.
2. Espiritualidad de la posesión y de la unidad según la parábola del hijo pródigo
En la parábola del hijo pródigo, el eje del conflicto se origina en el problema de la “posesión”. El hijo menor pide: “Dame la parte de la herencia que me corresponde”. Más tarde, en Lucas 15:31, el padre dice al hijo mayor: “Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo”. Reflexionando sobre esto, vemos que la causa fundamental de la separación entre Dios y el hombre es una “percepción errónea de la propiedad” y una “interpretación distorsionada de lo material y de la libertad”. Inevitablemente, cuando el hombre se aferra a algo como “mío” de forma absoluta, termina empobreciéndose y alejándose de la comunidad, como el hijo menor que acaba cuidando cerdos.
El pastor David Jang llama la atención sobre cómo esto se aplica a la Iglesia en relación con la riqueza. A medida que crece una congregación, maneja cada vez más recursos (financieros, humanos, inmuebles, etc.). Pero esa abundancia puede convertirse en foco de disputas internas si no se maneja con una conciencia de que “todo proviene de Dios y todo pertenece a Dios”. Jang advierte: “Cuanto más se enriquece la Iglesia, mayor es la tentación de caer en el mismo error del hijo pródigo”. Por ello, subraya la necesidad de una “mentalidad de administrador”: entender que “lo del Padre es nuestro, y lo nuestro es del Padre”. Si se pierde esta comprensión, aparecen facciones que exigen “lo suyo” y se alejan, reproduciendo el patrón del hijo menor. Para evitarlo, toda la comunidad necesita recordar constantemente que “vivimos juntos en la casa del Padre y compartimos sus bienes”.
La parábola muestra cómo el ansia de “vivir libremente” lleva al hijo menor a cortar lazos con el padre y administrar su herencia de forma egoísta. Pero ese supuesto deseo de libertad termina en miseria y soledad. En la sociedad capitalista moderna se observa lo mismo: cuando la gente absolutiza la propiedad y el derecho individual, la comunidad se fragmenta, y muchos terminan en un vacío existencial. Y la iglesia no está exenta de este riesgo: en el momento en que empezamos a decir “mi iglesia, mis bienes, mi porción”, dejamos de entender la “abundancia de la casa del Padre”. La verdadera casa del Padre descansa en la noción de “estar juntos”.
El hermano mayor confirma la misma verdad: no se fue de casa ni dilapidó la riqueza, pero interiormente está empobrecido. Un día estalla y se queja: “Nunca me has dado siquiera un cabrito”. A lo que el padre responde: “Hijo mío, todo lo que tengo es tuyo; siempre has vivido conmigo”. Esto enseña que, en realidad, en la casa del Padre no hay distinción de propiedad entre Él y sus hijos. Sin embargo, la visión humana tiende a separar: “Esto es de Dios, esto es mío”, o a creer que “me he ganado cierta parte”. Al final, ni el hijo pródigo ni el hermano mayor gozaron realmente de la herencia común.
Pero el plan original del padre es otro: “Tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo”. Esto coincide con la declaración bíblica de que Dios creó al hombre a su imagen y lo proveyó de todo, invitándolo a participar de su gloria a través de Cristo. Desgraciadamente, el hombre reclama su “porción” y se aleja. Es decir, cuando teníamos acceso a “todo”, la codicia de tener una parte “mía” produce la pérdida total. Volvemos así a la raíz del pecado, que consiste en “intentar disfrutar de la vida al margen de Dios”.
Esto también se ve en la vida religiosa. “He trabajado, he ofrendado, he estudiado la Biblia, por tanto Dios debe bendecirme”, es la postura del hermano mayor. O “No quiero más imposiciones, quiero manejar mi vida a mi manera”, es la del pródigo. Ambas llevan a la ruina. Porque, apartados del Padre, no hay gozo posible. La parábola deja claro que la única vía de solución es “reconciliarnos con el Padre”. Para el menor, se da por medio del arrepentimiento; para el mayor, se da a través de la compasión y la comprensión del corazón de su padre. Lo esencial es “volver a la casa” y aceptar que “nosotros y el Padre somos uno”. De ello brota el milagro del perdón y la plenitud renovada de la vida. Comprenderlo trae también una visión diferente de la “posesión”: desaparece la ansia individual y se entiende que “todo es del Padre y, por ende, de todos los que formamos su familia”.
Con frecuencia, el pastor David Jang cita el dicho popular: “La riqueza no suele durar tres generaciones”. La experiencia enseña que, si no se hereda el espíritu adecuado junto con los bienes, tarde o temprano la familia se arruina. Esto es aplicable a la iglesia: el éxito o la abundancia pueden llevar a la descomposición interna si no tenemos presente que “el Padre es la fuente y el dueño de todo”. Cuando Jesús dice que para un rico es difícil entrar en el Reino de los cielos, no se refiere a que el dinero sea malo en sí, sino a que la actitud avariciosa se convierte en un obstáculo espiritual. Por ello, la Iglesia y sus miembros deben examinar con frecuencia: “¿Estoy siendo un buen administrador o estoy aferrándome a mis posesiones? ¿Uso la abundancia para el Reino de Dios o para mi propio beneficio?”.
A su vez, el arrepentimiento y el perdón transforman la forma de relacionarnos unos con otros. Cuando un gran pecador vuelve a la Iglesia, la reacción no debería ser de juicio, sino de gozo y bienvenida: “¡Bendito sea, ha regresado, celebremos con él su restauración!”. Esto no significa minimizar el pecado, sino reconocer la gracia infinita del Padre que lo cubre todo. Si la Iglesia adopta una actitud legalista: “Has hecho esto mal, primero has de purificarte o demostrar tu arrepentimiento…”, reproduciendo la actitud del hermano mayor, entonces no está viviendo según el Evangelio. Pero Jesús fue claro: “Hay más alegría por un pecador que se arrepiente que por noventa y nueve justos que no necesitan arrepentirse”. Y la Iglesia debe reflejar esto con su acogida.
Asimismo, dentro de la Iglesia, los creyentes veteranos también necesitan un arrepentimiento constante. Pues uno puede ser irreprochable en su conducta exterior, pero estar lejos del corazón del Padre. El pastor David Jang llama a no caer en la “autojusticia”. Por muchos años de servicio y sacrificio que hayamos acumulado, si no tenemos comunión con el Padre, cuando veamos que se celebra a un recién llegado, nos sentiremos celosos. Ese es el drama del hermano mayor. Por ende, la Iglesia no solo acoge a los pródigos, sino que también amonesta al hermano mayor para que descubra la plenitud que ya posee. Esta es la verdadera comunión, la unidad en la casa del Padre.
Todo esto es posible porque Dios ya nos ha dado todo por medio de Jesús. Cristo, en la cruz, fue despojado de sus vestiduras (cf. Mt 27:35) y se entregó sin reservas, simbolizando la culminación de “todo lo mío es tuyo”. Por tanto, si de veras creemos en su sacrificio, dejaremos de aferrarnos a “lo mío” y empezaremos a compartir con libertad. Quien tiene más aporta más, quien tiene menos recibe con gratitud, y se hace posible el auténtico banquete del Reino. El pastor David Jang menciona a veces que así debe funcionar “la economía de la Iglesia”. Mientras el mundo se rige por la competencia y la exclusión, la Iglesia debe encarnar la lógica del Padre: “Bienvenido el que vuelve, felicitémonos todos, demos de lo nuestro a quienes lo necesitan, vivamos como hermanos unidos”. Desde el principio, la Biblia canta: “¡Mirad cuán bueno y cuán agradable es que los hermanos habiten juntos en armonía!” (Sal 133:1). El libro de Hechos, capítulo 2, relata que la Iglesia primitiva ponía sus bienes en común, y a cada uno se le repartía según su necesidad. Ese modelo de comunión solo se sostiene mediante una transformación interior acerca del sentido de la propiedad. La parábola del hijo pródigo alude a esa misma transformación, que nace del “corazón del Padre”.
Resumiendo la espiritualidad de la posesión y de la unidad en esta parábola:
- Recordar que en un principio todo nos fue dado viviendo con el Padre.
- Pero el hombre, reclamando “lo mío”, se aparta y se empobrece.
- No obstante, si nos arrepentimos, el Padre nos recibe y festeja nuestro regreso, sin condiciones.
- Incluso el que permanece en casa (el hermano mayor) puede hallarse lejos del corazón del Padre; también él necesita comprender de verdad su relación con el Padre.
- Al restaurar esa comunión, entendemos que nada es puramente “nuestro”, sino que es un don compartido con la familia de Dios; y de ahí surge el gozo y la solidaridad comunitaria.
Llevado a la práctica eclesial, esto repercute en la forma en que hacemos obras de caridad, en la evangelización, en la cooperación. En lugar de decir “Este es mi ministerio”, “aquella es mi propiedad”, o “eso es asunto de aquel grupo”, adoptamos un corazón generoso y decimos: “Lo compartimos todo en la casa del Padre. Si hay alguien necesitado, ayudémosle. Si alguien regresa tras caer, démosle la bienvenida”. De lo contrario, los conflictos emergen con facilidad. La parábola nos tranquiliza al recordarnos que “hay suficiente abundancia en la casa del Padre” y, cuando alguien se reintegra, “siempre se puede matar otro becerro engordado” para celebrar. Cuando creemos en esta abundancia divina, superamos los recelos y la competencia.
El pastor David Jang recalca: “La verdadera libertad se halla al permanecer en Dios”. El hijo pródigo pensaba que libertarse de la autoridad del padre le garantizaría “vivir a su antojo”, pero esa ilusión desembocó en la esclavitud y la miseria. Al volver, es cuando genuinamente experimenta la libertad y la fiesta. “Si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres” (Jn 8:36). La “libertad absoluta” no consiste en hacer lo que nos plazca, sino en integrarnos a la vida del Padre. Por eso, la Iglesia debe invitar continuamente a las personas a esta libertad. Y esa libertad solo se concreta en el “arrepentimiento” y la “acogida sin reservas”. También el hermano mayor está llamado a crecer en libertad. Quedarse enojado afuera de la fiesta es ser esclavo de la envidia. El Padre le abre las puertas a la misma alegría, pero él es libre de decidir si entra o se queda.
La parábola del hijo pródigo es tan conmovedora y universal porque “nos identifica a todos”. En distintos momentos, somos pródigos que malgastamos bienes, o hermanos mayores que nos sentimos superiores. Pero, en cualquiera de los dos casos, el verdadero problema es “la ruptura con el Padre”. Una vez que lo reconocemos y nos reconciliamos, surge una nueva manera de ver las cosas, especialmente el tema de la propiedad. “Esto no es mío; es del Padre y, por ende, nuestro”. Esa nueva visión nos concede valentía y una libertad generosa. No es renuncia absoluta a lo material, sino saber que “lo poseemos todo en comunión con el Padre”. Como dijo Pablo: “No teniendo nada, mas poseyéndolo todo” (2 Co 6:10). En ese aparente contrasentido se revela la plenitud del Evangelio.
Este es el misterio que Lucas 15 nos enseña, un secreto del Evangelio que la Iglesia y cada creyente deben poner en práctica. El detonante de la historia fue la crítica de los fariseos: “¿Por qué Jesús recibe a los pecadores y come con ellos?”. La respuesta final es: “Porque han regresado, y Dios, su Padre, se alegra de ello”. Y si permanecemos en el Padre, no tenemos motivo para sentirnos resentidos o competir. Por tanto, la parábola del hijo pródigo ofrece una clave para superar el problema de la posesión y de la separación en la Iglesia y, al mismo tiempo, se propone como el mayor ejemplo de la gracia divina para la humanidad.
Hoy, la Iglesia debe renovar su compromiso con este mensaje. Al reflexionar en Lucas 15, preguntémonos: “¿Tengo algo del pródigo en mí?”, “¿Me parezco en algo al hermano mayor?”, “¿Existen divisiones o discusiones por la propiedad en nuestra comunidad?”, y, por encima de todo, “¿No tendremos que volver al Padre y conocer mejor su corazón?”. Precisamente ahí se halla la fuerza de esta parábola, que es una de las historias más sublimes de Jesús. Si la vivimos, experimentaremos el poder transformador del Evangelio. El pastor David Jang resume esa vivencia así: “El hijo pródigo y el hermano mayor —todos— debemos aprender el corazón del Padre para que la Iglesia sea un auténtico hogar familiar. Aquel que se va y aquel que se queda, todos se reconcilian y celebran juntos”. Ese es el final más hermoso que la parábola del hijo pródigo nos enseña.